Por Anwar Tapias Lakatt
Imaginemos un remedio muy necesario pero que sea desagradable en sabor, nos deja en la disyuntiva de, aguantar el mal el sabor o seguir enfermo. ¿Qué pasaría si quisiéramos diluir el remedio en una jarra de agua e irlo tomando a lo largo del día, ¿haría efecto? Seguro que no, podríamos más bien, complicarnos, por no recibir la dosis adecuada ni en el tiempo adecuado.
Creo que de algún modo, Cristo se vuelve para muchos así, porque el pecado destruye el paladar del alma y hace que Cristo sepa amargo, amargo porque habla de perdonar, de desprenderse, de servir, de mirar a la eternidad, de luchar contra el egoísmo, de proteger al débil. ¿Entonces que pasa? Queremos un Cristo diluido, de sorbitos, que ni se sienta el sabor, que no se note que estamos probando el Evangelio, pero eso sí, que haga efecto inmediato.
El camino del Señor no funciona así, no por él porque su gracia es perfecta, sino por nuestra naturaleza caída, rebelde, que sin la gracia divina queda desprovista de lo sobrenatural. Queda el alma mirándose así misma, no como se ve sin la gracia, sino como se cree si fuéramos dioses.
Por otro lado, si una medicina la queremos tomar cuando ya se ha vencido, no hace efecto, incluso, podríamos hablar mal de la medicina y pensar que no sirve. Aquí lo quiero referir a cuando salimos buscando al Señor, afanados porque se acaba el tiempo, porque ya nos quedamos sin opciones, y puede que la voluntad del Señor no corresponda con nuestros deseos.
Salen frases como: la oración no sirve, tanto orar y nada, yo pensé que iba a recuperar todo. Ahí, el Señor se nos volvió como una medicina vencida, donde lo único vencido era nuestra fe, porque Dios no se mueve a nuestro tiempo.
«Cristo es el camino, la verdad y la vida. Lo debemos aceptar a plenitud y con prontitud»